Carpeta de apuntes
He subido arriba, al cuarto de la azotea en el que guardamos cosas y que va pareciendo cada vez más una de esas típicas buhardillas o trasteros que había en las casas antiguas y siguen habiendo en algunas casas actuales. He pasado allí un buen rato, echando un vistazo a todos esos objetos, papeles, carpetas, juguetes que tuvo mi hijo cuando era chico, algún que otro mueble, una bolsa de pienso de gato que nunca llegó a comerse Kendal, porque se fue una noche y ya no volvió. Nunca llegó a acostumbrarse a esta nueva casa, demasiado territorial, demasiado salvaje. Él era así y así le hemos querido y le seguiremos queriendo.
Cada una de estas cosas que he estado tomando entre mis manos y mirando con detenimiento están asociadas a momentos concretos de nuestra vida, a emociones y sentimientos que no desaparecen, que viven con nosotros, dormidos a veces, es verdad, pero basta tropezarse de pronto con cualquiera de ellas para que una parte de nuestro pasado renazca con tanta fuerza e intensidad que volvemos a sentirnos tal como éramos entonces, y por un momento nos parece que hemos conseguido dar marcha atrás en el tiempo y ahí estamos, parados en un semáforo de la avenida Ciudad Jardín con una carpeta bajo el brazo, la misma carpeta en la que guardaba mis apuntes de Magisterio y que ahora mismo tengo entre mis manos, en este cuarto-buhardilla de la azotea, mientras la niebla abraza los montes y yo sigo esperando a que el semáforo se ponga verde para cruzar y entrar en la Escuela de Magisterio de la avenida de Ciudad Jardín, Sevilla.