Ya
sé que se espera que un maestro o una maestra de E. Infantil
permanezca en todo momento inalterado, autocontrolado, sereno,
sonriente, tranquilo, sin perder la sonrisa y si es posible adoptar o
conseguir una expresión angélica o beatífica en su rostro. Pero yo no puedo y además no quiero. Yo quiero ser sincero y vulnerable ante
mis alumnos, de la misma manera que ellos son sinceros conmigo y me
muestran sus sentimientos, sus enfados y alegrías, sus dudas, sus
arrebatos, las reacciones con las que me enseñan lo que hay en el
fondo de ellos. Por eso yo también a veces me enfado, o me molesto,
o me siento dolido o incluso en ocasiones pierdo los papeles. Porque
estoy entre ellos, comparto espacio y tiempo y vivencias con ellos,
río con ellos y sufro con ellos y me equivoco o acierto con ellos.
No,
no soy uno de esos maestros de claro y previsible perfil, soy un
hombre que trata de sentirse niño entre los niños, de recordarse a
si mismo, de no olvidar que también ellos serán hombres y mujeres
algún día, y es ahí cuando decido y tengo claro que no puedo ni
debo engañarles, que sólo puedo ofrecerles lo que ellos me ofrecen
a mi: sinceridad y ganas de coger nubes y guardarlas en un bolsillo.