Sobre
las ocho de la mañana, rumores, ruido, una luz encendida, por ahí
anda mi mujer ya en pie de guerra. Pablo, despierto, llama a su madre
y le dice en un susurro que si puede ayudar en algo; lo dice con
cuidado, como temiendo deshacer un hechizo o alejar con su interés
los restos de magia que han dejado Los Reyes por toda la casa. Le
retenemos un rato, con excusas, con extrañas razones, mientras nos
vestimos y echamos agua sobre nuestros soñolientos rostros. Por fin
le permitimos levantarse, acudir al salón sembrado de globos de
colores, de sonrisas de colores que sólo pueden verse si te queda
algo del niño que fuiste en el fondo del alma. También se puede
imaginar, es otra opción, que las sonrisas que siempre traen los
Reyes quedaron esparcidas por la habitación en forma de orondos y
dulces y coloreados globos. Sí, sí, dulces, no pasa nada por
imaginar un globo dulce, es mucho más complicado imaginar un globo
avinagrado o sulfuroso...
Paquetes,
risas, exclamaciones, papel rasgado, ciento veinte pulsaciones por
minuto, todas las cargas de profundidad de la ilusión haciendo bum
delante de tus ojos.
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